El limpiaparabrisas no daba abasto con la lluvia. La carretera desaparecía entre las idas y venidas de aquellas gomas desgastadas. Las luces se las tragaba la carretera con el color del asfalto.
Llevaba días sin saber el rumbo que había tomado: el divorcio, la pelea con mis padres, el despido. Pero era incapaz de pedir perdón, por orgullo. O de arreglar los malos entendidos. Y no pensaba llorar, no lo hice en los entierros de mis abuelos, no iba a suceder ahora. Aunque lo más preocupante era mi hijo, ahora adolescente, sobre quien había volcado mis sueños y frustraciones y de quien no dejaba de repetirme mi subconsciente que era un fracaso. No se parecía en nada a quien quería que fuese, no pensaba igual, no se comportaba como quería y yo, mientras tanto, era incapaz de ver que había incurrido en los mismos errores que tanto condené en mi juventud.
¿Qué sucedió? ¿Dónde estuvo la bifurcación que me llevó por el camino de la distancia? Esa lejanía que ahora, en una autopista de peaje, se agrandaba entre yo y mi vida y el sueño de la vida que quería haber tenido. Ahora era la pintura de la carretera la que me marcaba, en esta tormenta, los límites que debía seguir.
Miraba los espejos y pensaba. Daba vueltas a la misma idea mascullando lo sucedido y mirándome en el retrovisor, aguantándome la mirada, empecé a comprender que no me veía a mi mismo.
NOTA: este pequeño relato lleva como condición utilizar la frase del título del post. es un pequeño juego/concurso que realizan en Los diablos azules las noches de los miércoles en la jam de relatos.