el quinqui en la habitación 309


después de abandonar la habitación 309, la señora de la limpieza intentó poner orden en el cuarto, pero se encontró con estas páginas en el bloc del hotel:

moscas
 


# colaboración para la revista Amateurs hotel
septiembre 2013 


trompo



Entró en el chamizo. En la puerta, el chaval se quedó temblando. Encendió un cigarrillo mientras se sentaba sobre una de las cajas de madera, las que robábamos en la frutería, y comenzó a ojear a las chicas desnudas de unas viejas revistas manoseadas. Pero él apenas las tocaba con sus dedos. Se la empezó a cascar: Oye, no necesito público para esto, gritó al chiquillo, que se dio media vuelta, encogido sobre sus hombros, tiritando. Mientras, su perro, más calmado que el dueño, vino hacia mí a recibirme. Decían de él que llevaba una pipa en la cintura, nadie la había visto, pero tampoco querían saberlo. Que nunca recordaba al resto. Si alguna vez llegabas a conocerle en persona, la siguiente vez tendrías que recordarle por medio de tu conversación quién eras. La belleza no significaba nada. Las caras no significaban nada. Los nombres eran parte de su olvido. Él era el jefe de aquel pequeño refugio donde se turnaban siempre los mismos para follar, fumar porros, meterse algún pico o beber.

Cogí al chaval y me lo llevé calle abajo para mostrarle el barrio. En aquella ciudad de 19ochenta cada barrio tenía su propia alma. Éste era portuario con sus gentes bebiendo o follando de una manera subrepticia. Se mezclaban los aromas de las mercancías: igual era el olor del pescado podrido, como de un contenedor lleno de fruta. Las escaleras pegajosas de la pensiones rompían el silencio de las noches y entre los tímidos, las putas hacían su agosto. Pero los barrios tenían fronteras. Seguimos con paso lento, taciturno. Le señalé las viejas bodegas donde perdíamos las tardes entre partidas de pinball y botellines. Por aquí no se vislumbraban chaquetas de pana, gestos con aire universitario, ni conversaciones sobre política o metafísica. Aquí todos tenían la piel curtida por los billares, por el humo, de andar haciendo trapicheos. En casa, el botiquín con somníferos. La gente vivía ajena al sexo prohibido en habitaciones de color violeta, pero sí conocían los amores efímeros, en descampados, entre matorrales, en los coches prestados. Seguimos caminando bajo la bruma, con la cazadora de cuero cerrada hasta el cuello y su aliento, que no hacía otra cosa que meterse en tu cuerpo y hacerte temblar. Bajo la intermitencia de una farola había quien intimaba con old money, cocaína farmacéutica, una delicatessen después del palo.
La policía no entraba en estas calles. No por cobardía, sino por falta de interés. El que sí tenían en frecuentar los prostíbulos de las carreteras secundarias situados pared con pared con las gasolineras. Alternaban turnos en los controles de seguridad, en las patrullas, con descanso en el club. Sobornos, multas, Deissy, Mireia, confeccionaban el día a día.

Continuamos haciendo tiempo mientras de fondo se escuchó un trompo, un estacazo. La gente vomitada por los bares corría hacia el lugar del golpe. Y otro llanto. Un final como el de tantos otros. Una melodía común en las noches de aquel lugar.




septiembre 2013

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